Una vez, siendo niña, sentí la soledad de su resplandor, aquel brillo perdido en la inmensa oscuridad, sólo quebrada por el leve fulgor de las estrellas, sus eternas compañeras. Aunque nunca negué su belleza, no pude evitarlo, me compadecí tanto de aquel extraño destierro que en mi inocencia, fui haciendo mío y me imaginé que era una mujer...

martes, 5 de enero de 2010

LEGADO DE AUSENCIA


En su día mi estimada amiga me propuso un trabajo conjunto a dos manos. Esto que sigue es el resultado que comenzó apenas con varios párrafos emborronados que le presenté y hoy, por fin, he concluido.

El proceso ha sufrido varios cambios de intenciones. De los pocos que hoy llegan a mi texto y que me han leído con anterioridad sabrán de mi manía de extenderme en mis narraciones más de lo debido teniendo en cuenta el formato idóneo para una página de blog. Pido disculpas.

Sin embargo creo idóneo pedir vuestra paciencia y atenta lectura de este humilde trabajo que presento pues, en él, están la clave que en las próximas entregas han de complementar mis intenciones ahora apenas esbozadas.

Espero que sea de vuestro agrado y aprobación. Pues, tanto como yo he disfrutado con mi escritura, tanto o más quisiera que sea vuestro deleite.

Rafael Martín


LEGADO DE AUSENCIA


Es un sueño la vida,
pero un sueño febril que dura un punto;
cuando de él se despierta,
se ve que todo es vanidad y humo…

¡Ojalá fueras un sueño
muy largo y muy profundo,
un sueño que durara hasta la muerte!
Yo soñaría con mi amor y el tuyo.
(G.A. Bécquer)






Un mediodía plácido y templado llegué a casa abriendo la puerta del hogar con un empujón, originando un tembleque en los tantos cacharros colgados en la cocina a uno y otro lado de los fogones.

— ¡Madre…!

— ¡Por Dios, niño! ¿Qué manera son de entrar estas?

— ¡No te lo vas a creer! ¡Tengo trabajo! ¡Mañana comienzo!

— ¿Trabajo? ¿Dónde? ¡Explícate…!

Entre resuellos y con voz fatigada despotriqué mi hazaña culminada esa misma mañana en una promesa firme, apalabrada, de un puesto de aprendiz en el horno panificador del pueblo. Mi tarea, apenas desentrañada en escueta y corta negociación, debiera comenzar diariamente un par de horas antes de la medianoche.

Bien frotado mi cuerpo y miembros con agua tibia, enjabonada, rematado con un eterno buscar la mejor imagen frente al espejo atusando mi pelo hirsuto para tan crucial momento. Recuerdo que la primera noche llegué antes de tiempo al trabajo.

Las fechas navideñas se acercaban y los pedidos de cliente iban en aumento. Mi aprendizaje fue rápido y pronto el maestro dejaba de observar mi labor algo más confiado. Se había decidido en Nochebuena darnos descanso pero, hasta entonces una ardua labor nos esperaba noche tras noche hasta bien entrado el alba.

El día de Nochebuena, tras haber yo dormido hasta bien entrada la tarde, la familia se engalanó con su mejores atavíos para la cena familiar. Luego se cantó algún villancico y poco antes de la medianoche todos encaminamos nuestros pasos por las calles empedradas, húmedas, hasta la iglesia donde habríamos de asistir a la tradicional Misa del Gallo. Apenas quedaban asientos libres exceptuando uno de los primeros asientos que quedaba frente a los reclinatorios junto al altar.

Unos minutos antes de que el párroco hiciera su solemne entrada llegaron los que eran mis actuales y flamantes patronos, los dueños del horno en el que apenas unos días antes había comenzado mi labor. Entremedio de ambos una joven se abrazada a uno y otro enlazando sus brazos, y, con pasos tranquilos, parsimoniosos, dejaba tras de sí una estela de innata pureza, antes de ocupar finalmente el banco que había permanecido hasta entonces desocupado.

Un par de encuentros los que se permitieron nuestros ojos, uno casual en el momento de comulgar y el último, algo más buscado, tras la ceremonia religiosa, cuando, nuevamente flanqueada a uno y otro lado por sus padres en los que se apoyaba con delicadeza, su mirada, esta vez más viva e interesada, descansó en mis pupilas durante un buen rato, hasta que su caminar le hizo imposible retar mi mirada con sus negros ojos sin tener que girar su grácil rostro sobre sus hombros.

Aquella aparición de medianoche en la iglesia apenas me permitió conciliar el sueño. Acostumbrado a dormir de día y laboral en las horas nocturnas pasé el resto de la noche en vela tratando de ahuyentar de mi mente aquella imagen que se había grabado en mis pensamientos como marca de fuego.

Mi más inaplazable cometido al levantarme al día siguiente era saber algo más de aquella muchacha que, aun siendo aproximadamente de mi misma edad, me era desconocida. Tras preguntar aquí y allá, como el que no quiere la cosa, fui descubriendo algunos antecedentes que me esclarecieron del porqué de mi desconocimiento absoluto sobre aquella enigmática como angelical persona.

Esther, que así se llamaba, padecía una grave dolencia que le obligaba a permanecer en reposo continuo en sus aposentos, por lo que sus salidas eran muy esporádicas y casi se limitaban a excursiones con sus padres en coche por la sierra y playas de las comarcas cercanas. Se decía que apenas recibía visitas por lo que sus amistades en la ciudad eran nulas, tanto como sus apariciones. La de la otra noche fue tan sorpresiva que durante días la comidilla en cualquier corrillo fue la hermosura de aquella jovencita enclaustrada en su propio hogar casi de por vida.

El trabajo se reanudó en la tahona y noche tras noche, sabiéndome cerca de la que había apresado con su lindeza y primor mis pensamientos, intentaba encontrar el modo que me permitiera verla de nuevo, acercarme a ella y escuchar su voz aunque fuera una y única vez.

Concluí hacerle un regalo y, en consideración a su padre que me ofreció en su día un empleo en su negocio, hacérselo dar a este como agradecimiento. Eso haría. Tras muchas elucubraciones había pensado que quizás un libro para alguien que pasaba los días prácticamente a solas podría ser una buena elección. Me hilvané los sesos pensando cual podría ser de su agrado. Finalmente me decidí por una edición de Azul del poeta al que llaman príncipe de las letras castellanas. El día de vísperas de reyes, antes de marchar a casa tras concluir la jornada, me dirigí a su despacho, la puerta estaba entornada, pedí permiso y le entregué mi presente cuidadosamente envuelto en papel bermellón, satinado, con flores doradas. Con amabilidad y algo sorprendido tomó mi agasajo en sus manos indicándome que, sin duda, su hija se sentiría complacida de recibir el atento gesto de mi parte. Golpeando mi hombro amistosamente a modo de aprobación tanto como de despedida dimos por concluida mi corta visita.

A los pocos días de aquel encuentro me hicieron entrega de un sobre cerrado, pequeño. Por su resistencia a doblarse con facilidad supuse que dentro habría alguna tarjeta de felicitación navideña llegada algo a destiempo. Lo abrí sin prisas pero sí algo intrigado. Al abrir su solapa un vaho de violetas se escapó de su interior. Extraje con la punta de de mis dedos una cartulina color malva. En ella, escrito a mano, en correspondencia a la atención que había yo había tenido, se me invitaba encarecidamente a tomar el té en día y fecha señalada. Firmaba Esther. Ni que decir tengo que asistiría.

Entretanto mis vacaciones llegaban a su fin y con ello también mi compromiso laboral. Pronto comenzaba nuevamente el curso con su rutina matinal y habría de olvidar mis ajetreos nocturnos en la panificadora.

La tarde señalada en la escueta nota de invitación se pintó de brumas rosáceas en el horizonte. Con puntualidad exagerada abrí la puerta metálica que daba paso al coqueto jardín donde los dormidos rosales hacían guardia. Uno, dos… hasta cinco marmóreos escalones me separaban del reino de mis aspiraciones. Mis piernas comenzaron a amainar sus fuerzas. Dos golpes tímidos con la aldaba de bronce. Una eternidad me hizo ser consciente de mi fragilidad en aquel momento.

— ¡Buenas tardes! ¿La señorita Esther?

— Pase. Por favor. Usted debe ser el señorito Julián. Ella le espera. Sígame si es tan amable.

A lo lejos la tarde cambiaba sus tonos rosáceos por otros de oro viejo.
Tras subir una escalinata casi en penumbra mi guía golpeó una puerta pintada de blanco pero que a mis ojos semejaban plateadas. Entreabrió ligeramente, con discreción. Al instante apenas, una eternidad para mis sentidos, se escuchó una voz.

— ¿SÍ?

— Señorita. Es el señorito Julián. ¿Permite usted?

— Por favor, hágalo pasar.

Haber ensayado tanto tiempo mi saludo y sonrisa no tuvo el fruto esperado. Quedé mudo y petrificado cuando la estancia de aquella flor se me abría a mis pasos.

— ¡Cuánto me alegro que aceptara mi invitación! Pero pase, se lo ruego. No se quede ahí parado.

— Con su permiso— conseguí apenas murmurar.

El mismo perfume de flores violáceas que percibí en la esquela me atrajo al interior. El cielo, como por arte de magia, se abría a mis pasos.

— Espero que mi invitación no fuera inoportuna.

— En absoluto señorita. Para mí fue un halago y alegría.

— Pero siéntese, por favor. No sabe cuánto me agrada su visita.

Con una mano indicaba una rinconera junto a la ventana con la otra, casi rozando mis dedos, instaba su ofrecimiento.

— ¿Le apetece tomar té u otra cosa?

— Confieso que no tengo costumbre. Lo que usted decida.

— Eso está bien, entonces yo decido. Primeramente que podamos tutearnos como amigos. Me apetece. El resto se podrá dialogar sin prisas…

— Como usted prefiera.

— ¡Que te acabo de decir! Me llamo Esther, deja los cumplidos a un lado. ¡Insisto!

— Si, claro. ¡Perdona! Esther.

La tarde se descompuso en los cristales de su ventana con elegancia y resabios de tiempos calmos. Esther, desechada mi imagen preconcebida, resultó ser una persona, no solo afable, sino holgada de ímpetu y ganas de hacer. En este, nuestro primer encuentro, quedó enlazada una amistad que aún hoy lloro. Pero, dejadme que siga contando.

Resultó que mi libro regalado le había hecho, por entusiasmo, abrir una nueva claraboya en su vida anquilosada. Confesó que sin duda, era una de sus mas, sino la única, experiencia que le había abierto horizontes nuevos. Me confesó, no sin gracia, que había comenzado a borronear, ahora si ahora no, una especie de diario donde plasmaba sus mas intrínsecas e intimas elucubraciones. La charla más que amena discurría con complacencia para ambos. Más para mí pues yo escuchaba y ella departía sin cesar, alegremente.

Hablamos primero de libros, de preferencias y gustos. Tras muchos titubeos acomodamos una próxima visita donde yo, pobre de mí, debiera sorprenderla con un nuevo libro tanto como con la primera entrega, con mis gustos y excelencias.

Se fueron sucediendo las visitas. Al principio fueron esporádicas, digamos mas espaciadas, pero a la par que nuestra confianza mutua iba en aumento se iba convirtiendo en complicidad. Los libros se sucedían cada vez con más prontitud. Así como nuestras amenas charlas se iba tornado en intimidad desvelada.

No siempre la predisposición de Esther era alegre y fresca pues, más de una vez, sus dolencias la dejaban postrada y sumida en una tristeza no fingida. Aún en esos días sus ojos brillaban a pesar de denotar cansancio y hastío cuando me veía entrar en su alcoba.

La primavera fue un agradable bálsamo con sus tardes templadas. Había días en que nos permitía sentarnos junto a los rosales que auguraban esplendores mitificados en sus botones aun por estallar. Durante aquel período habíamos repasados en lecturas gran parte de autores, clásicos o románticos, modernistas unos, otros parnasianos. Desde Shakespeare o Calderón pasando por el inevitable bostoniano y sus narraciones extraordinarias.

Pero el tiempo es inexorable en su cómputo. Entretanto, el verano se consumía resguardado bajo las sombras de las mimosas. Mi pronta marcha era inevitable. Convenido en su día reanudar mis estudios en un internado de la capital llegó el día de mi partida.

Me adentré en el jardincillo, fiel testigo de nuestros últimos encuentros. En una mano una orquídea esplendorosa en la otra los veinte poemas de amor de Neruda con una, una sola, canción desesperada.

8 comentarios:

  1. Hola cielo es preciso una entrada muy hermosa
    un beso y feliz noche de reyes

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  2. Pero que cosa más bonita...¿Tendrá continuación? Eso espero...Y por cierto Rafa...Nos tienes abandonadas...Vuelve que te echo de menos.
    Y a ti, Ana, desearte toda la felicidad del mundo, no solo en 2010, sino en 2011, 2012...

    Muchos besitos.

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  3. Hay que linda historia!!!!!
    es increible el don que tenes para escribir!!
    me encanta!...y apoyo a Ana con el pedido de continuacion!!!!

    besitos y mis mejores deseos de año nuevo para vos!!

    mia.

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  4. PUES A MI ME HA PAREECIDO GRANDIOSO...pero ya sabes cuanto me gustan tus cuentos...sigue asi, por favor..tienes una imaginaciòn prodigiosa...

    besos

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  5. Este poste es relamente precioso Ana...me ha gustado muchisimo.

    Feliz dia de Reyes.

    Besos.

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  6. la reocupacion que tenias de que se hiciese largo dejala de lado, porque se hace corto. yo como todos: tiene continuacion????

    espero que si

    un beso y feliz semana

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  7. Felicidades un brillante relato que engancha mucho espero que haya continuacion para seguirlo.
    Con cariño
    Mari

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  8. Tarde pero leído a conciencia!!!!!...No se podía esperar menos de ti, Rafa!!!!...ENCANTADOR RELATO!!!...Ahora que esperate al de Alo!!..QUE NO VA A DESMERECER NADA...

    Un apunte...Me ha gustado esa pincelada del BOSTONIANO (por supuesto...Poe)...

    Un abrazo para Rafa y BESAZOOOOOOOOOOOS Alo

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Antes de nada: gracias.