Una vez, siendo niña, sentí la soledad de su resplandor, aquel brillo perdido en la inmensa oscuridad, sólo quebrada por el leve fulgor de las estrellas, sus eternas compañeras. Aunque nunca negué su belleza, no pude evitarlo, me compadecí tanto de aquel extraño destierro que en mi inocencia, fui haciendo mío y me imaginé que era una mujer...

lunes, 28 de marzo de 2011

DIEZ CUENTOS NEGROS. VIII. EL LIBRO MALDITO.


Todavía hoy, los asesinos se esconden en la oscuridad para arrebatar vidas sin ser descubiertos, escondiéndose en sombras que nos les pertenecen.


En la negrura de su alma, algunos se recrean viendo, una y otra vez, el rostro de sus víctimas suplicando algo de luz, mientras sus manos negras se salpican de sangre.

VIII. EL LIBRO MALDITO

He leído cada una de las frases escritas con sangre de este libro, a pesar del hedor que desprendían sus páginas.


No puedo imaginar qué tipo de ser abominable empuñó tan fríamente la pluma en este diario, ni de cuántas atrocidades fue capaz. Ni siquiera estoy seguro de si las escribió todas, pero creo que sólo una mente perturbada es capaz de cometerlas regodeándose en los detalles.


Sin duda, se trata de un manuscrito maldito, una atrocidad llena de un odio narrado en palabras capaces de describir incluso el sonido de cómo el filo de su cuchillo, tantas veces empleado, rasgaba lentamente la piel al compás de los alaridos de sus víctimas hasta encontrar sus entrañas, buscando, quizás, el silencio sólo interrumpido, instantes después, por el eco de las gotas de sangre cayendo en el tintero de cristal.


Más de veinte de estos frascos acompañaban el libro que él mismo se encargó de hacernos llegar; finos recipientes etiquetados con sus nombres y amordazados con un mechón de sus cabellos, tal vez, para recordarlas.


Qué tipo de escritor macabro es capaz de relatar con tanta perfección la manera en la que cortaba aquellos mechones antes de amortajar a aquellas mujeres, o de escribir oraciones para el perdón de sus almas asesinadas.


Hoy, encontramos los restos de otra, y con el libro entre mis manos afirmo que no soy capaz de encontrar en mí ningún tipo de compasión por este asesino.


Martes, 22 de febrero de 1887.




Ayer no pude soportarlo por más tiempo. Rachel Withman entró, como cada lunes, en nuestra tienda pavoneándose. Mientras tomaba nota de su pedido, no dejaba de hablar, interrumpiéndose a sí misma, acompañando sus palabras con esa risa exagerada y burlona.


En un momento, se dirigió a Virginia para preguntarle cómo se encontraba mientras le detallaba, a su parecer, el mal aspecto que presentaba su rostro.


Mi pobre Virginia… Cada día se apaga más su salud y, a pesar de ello, saca fuerzas para acompañarme cada día.


Mi pequeño pajarillo lleno de pureza y dulzura, que tiene que soportar como la Señora Withman y otras mujeres, entran aquí coqueteando, presumiendo, mostrándose altivas.


Hace dos años mi esposa las hubiera silenciado a todas tan sólo con su cara lozana y sus ojos brillantes. Ahora, mi Virginia se apaga lentamente. Veo en su mirada triste y débil la aceptación de su temprana muerte, mientras ellas se burlan.


Ya lo había decidido, una mueca más de dolor en el semblante de mi mujer y ellas pagarían por nuestro sufrimiento, y ayer fue el momento de empezar a castigar sus pecados.


Sin pensarlo, me ofrecí a llevarle el pedido a su casa después de cerrar la tienda, y la Señora Withman aceptó.


Sabía que era viuda y vivía sola, así que supe que iba a ser fácil. Esperé a que anocheciera, y antes de salir, escondí el cuchillo en el bolsillo interior de mi chaqueta con la certeza de que ya nada me detendría.


A esas horas las calles permanecen casi en silencio y no fue difícil pasar inadvertido. Cerca de los suburbios aparqué mi carruaje, y me dirigí a pie hasta su casa. Al llegar, me abrió la puerta ligera de ropa, y supe que no me había equivocado con ella. Mientras la acompañaba a dejar los paquetes en la cocina, insinuándose, me ofreció algo de beber y acepté con sumo gusto.


Tenía un salón acogedor y la chimenea estaba encendida. Sobre una mesa, llamó mi atención un juego de escritorio con una pluma de plata y un tintero de cristal vacío, nunca antes utilizado.


Ella se sentó y me invitó a que tomara asiento a su lado, pero yo permanecí de píe, fingiendo que la escuchaba, mientras contemplaba como sus dedos jugaban al borde de su escote.


No fue, sino cuando se levantó y se dirigió hacia mí, como una serpiente llena de lascivia, cuando me lancé sobre ella, cayendo los dos al suelo. Con mi cuerpo encima del suyo, vislumbré en sus ojos el deseo, y en esa confianza no me supuso ningún esfuerzo taparle la boca con una mano, y con la otra, liberar el cuchillo arrastrándolo hacia su vientre, rasgándolo y adentrándolo en ella, con el pulso completamente firme, hasta que sus ojos apagaron completamente la lujuria que la gobernaba.


Ya de pie, mis ojos se hipnotizaron con el color de su sangre y de su cabello cobrizo. Tenía un hermoso cabello…


Mientras trataba de pensar como me desharía del cuerpo, volvió a llamar mi atención aquel juego de escritorio. Decidí, entonces, darle por fin un uso…”




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jueves, 17 de marzo de 2011

DIEZ CUENTOS NEGROS. VII. VENGANZA.



Hay quienes esconden su alma en la oscuridad más fría, dejándose invadir por ella, olvidando que una vez sintieron latir su corazón.

Son aquellos que han forjado sus propias prisiones aceptando ser condenados sin mostrar rebeldía, pues alcanzaron la frontera y aunque la luz les tendió la mano, dieron la espalda, aun con dolor, a su propia salvación.

La venganza por las causas justas también se fragua en las noches más oscuras y son aquellas cuyo castigo dura toda la vida…

VII. LA VENGANZA.


Comenzó a tejer como cada noche aquella tela de odio y venganza con la que hacía años había enmascarado parte de su rostro.

Ni siquiera en la oscuridad de su dormitorio se descubría, pues se negó a contemplar, ante el espejo de su vida, el recuerdo de lo que una vez fue, y aquel encaje negro, bordado de elegancia y que tan finamente quedaba cincelado sobre su piel, le ayudaba a no olvidar en quien se había convertido.

Durante un tiempo vivió entre dos mundos porque así lo decidieron quienes golpearon y violaron su alma, que tiempo atrás estuvo llena de vida e inocencia; aquellos que la arrojaron a un infierno, donde muerta, logró curar sus heridas, alimentándose del odio recibido.

Sólo morirían los culpables…

Y aunque el mismo tártaro, ante su belleza, la nombró princesa del averno, fue expulsada de él porque, a pesar de su frialdad, en su corazón aún albergaba compasión por los inocentes.

Desterrada de ese infierno encontró refugio en su propio purgatorio, pero lejos de sanar su dolor, no escuchó ninguna plegaria en su nombre, ninguna oración de arrepentimiento de aquéllos que la masacraron, y supo que tampoco merecería el cielo.

Sólo morirían los culpables…

Fue su decisión firme de abandonar aquel retiro para cumplir su destino de rencor, la que hizo que su alma por fin ardiera en llamas clamando venganza. Y en su renacer, aprendió paciente a tejer aquella tela que también emplearía para las mortajas negras de sus víctimas, aquellas que conseguirían, con su muerte, otorgarle su liberación.

En su camino de revancha, no hubo ningún cuervo que anunciara su paso, pues el veneno de resentimiento que portaba en sus labios se cubría de silencio, y ni siquiera aquellos pájaros lograban escuchar su sombra.

Acompañada únicamente por el sigilo de la oscuridad, buscó uno a uno a aquellos incautos y seduciéndolos con su cuerpo lleno de misterio, que ocultaba a la perfección sus cicatrices, los arrinconó en sus propias debilidades hasta que la tortura de hacerles creer que la poseerían de nuevo, esta vez sin quebrantar su paz, desencadenaba su beso mortal.

Y con tanto atino acometía su obra. que nadie sospechó de ella porque había dejado de existir. Nadie reconoció su rostro porque se confundía con la oscuridad que tanto temían.

Uno a uno, los fue matando.

Aún sabiendo aquella noche que sólo restaba una muerte para cumplir su fin, supo que el resto de su existencia tendría que seguir tejiendo hasta terminar su propia mortaja, esa sería su condena por toda la eternidad.

No derramó ninguna lagrima de satisfacción, ni se dibujaron sonrisas en sus labios ante las suplicas del último.

Arrebatando aquel aliento final la memoria de su existencia se desvaneció. Su alma se liberó de todos los recuerdos que la habían hecho convertirse en una asesina, pero no del veneno que ya formaba parte de ella y así siguió tejiendo hasta que su cuerpo quedo completamente cubierto de aquel encaje.

Ni siquiera el cielo y el infierno se disputaron su alma. Solo la oscuridad se apiadó de ella…




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lunes, 14 de marzo de 2011

DIEZ CUENTOS NEGROS. VI. MINIMEI



Ni siquiera la oscuridad respeta los rostros inocentes porque en ellos, a veces, se refugia el mal.

La perfecta ironía en la que las convicciones y creencias se derrumban rindiéndose a la evidencia de que existen seres que nacieron sin alma.

¿Quién dijo que la cara inocente de un niño es capaz de quebrar el lado oscuro?


VI. MINIMEI


No se sabe quién conjuró la existencia de Minimei, qué o quién sembró la semilla para que viniera a este mundo. ¿Fue el demonio? Lo desconozco, pero algo sí es cierto y es que esta niña alcanzó la vida sin alma, y la maldad en su primera bocanada de aire invadió su cuerpo de recién nacida.

No habían transcurrido ni unas horas desde su nacimiento cuando sus padres supieron que algo extraño le sucedía a su hija. Fue en el momento en el que su madre se dispuso a amamantarla, y la pequeña rechazó su pecho gritando.

Nunca antes los médicos de aquel hospital habían oído unos alaridos de tal intensidad en un recién nacido. Rápidamente la reconocieron pensando que podía sucederle algo, pero tras finalizar las pruebas determinaron que era un bebe normal.

Aún así, siguió rechazando el alimento materno. Pero no sólo eso, pues Minimei sólo consentía que la tomarán en brazos para satisfacer sus necesidades y rechazaba con esos gritos cualquier muestra de cariño.

Sus padres se acostumbraron a no amarla, a no acunarla, ni siquiera a cantarle nanas, porque si algo odiaba la pequeña eran las nanas; algo curioso, porque al poco de cumplir un año aprendió a tararear una (Aunque a su madre le resultaba familiar, no conseguía recordar dónde la había escuchado).

No se puede negar que, a pesar de todo, Minimei no fuera una niña sorprendente. A los dos años hablaba y caminaba con soltura, incluso se lavaba, se peinaba, se vestía y comía sola, sin necesidad de que nadie la ayudara.

Se convirtió en una niña preciosa. Su pelo en tirabuzones rubios, su rostro dulce, angelical, y sus ojos azules llamaban la atención de todo aquel que la contemplaba. Pero nadie sabía que realmente ella jugaba con el mal, y sus sonrisas más hermosas se descubrieron en su pequeña carita cuando comenzó a causar dolor en los demás.

Un día, mientras paseaba con sus progenitores, descubrió un parque cercano a su casa donde otros niños jugaban, y les obligó a que la llevaran. Éstos se sorprendieron y pensaron que sería bueno para ella. Una vez allí comenzó a tararear aquella canción, y los demás pequeños se acercaron. Todo parecía normal hasta que dejó de cantar y los niños empezaron a gritar, a golpearse, mientras ella no dejaba de sonreír.

Sus padres, espantados por lo que habían presenciado, supieron que en su hija había algo maligno, y de regreso a casa decidieron que no volverían allí.

Aquella misma noche, mientras la madre se disponía a servir la cena, escuchó a su hija tarareando, y al sujetar la olla sintió como le empujaba y como se vertía la comida casi hirviendo sobre ella. Minimei reía.

Así llegó un tiempo en el que su familia estaba tan aterrada que decidieron encerrarla en su casa, mientras trataban de encontrar a alguien que creyera que su hija no era normal y pudiera ayudarles. La idea de que estuviera loca e internarla en algún centro psiquiátrico conseguía aliviar el peso de no entender aquella maldad que la envolvía, pero en sus intentos por liberarse de ella, su hija terminaba siempre simulando ser un angel y nadie conseguía creerles.

Minimei podía haber acabado con ellos, no los necesitaba, pero sabía que aún no había llegado el momento de abandonarles y consintió paciente su prisión. Pero el día que cumplió cuatro años, desde su habitación, escuchó claramente la música de su canción eterna y supo que aquella era la señal.

Ante el asombro de sus familiares, las puertas que la mantenían prisionera se abrieron y la pequeña salió de la casa siguiendo aquella melodía. Sus notas la llevaron a una feria que estaba de paso en la ciudad y ante un carrusel antiguo. Por primera vez sus ojitos brillaron de felicidad.

Sus padres intentaron seguirla, ante el temor de que pudiera ocasionar algún daño, y al llegar a la feria la madre recordó por fin dónde había escuchado aquella nana. El día que nació Minimei habían acudido a ese mismo lugar y cerca de aquel carrusel sintió las primeras contracciones…

Entonces, oyeron su voz cantando. Estaba subida a lomos de un caballito de madera negro. Los demás niños que compartían aquella atracción, la escuchaban felices, hasta que en las últimas vueltas dejaron de hacerlo y mientras Minimei, riendo, se desvanecía ante todos, el mal que la gobernaba invadió los cuerpos de aquellos niños, incluido el de uno que aún no había nacido.

Mientras los padres trataban de entender que era lo que había sucedido, dónde estaba su hija, vieron como, a su lado, una mujer embarazada se sujetaba el vientre con el rostro lleno de dolor, y en sus mentes oyeron tararear a Minimei, y sus risas…
No se despidió de ellos.




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martes, 8 de marzo de 2011

DIEZ CUENTOS NEGROS. V. LA LEYENDA.



Existen noches en las que el viento se alía con la oscuridad y, atravesándola, le arranca sonidos espeluznantes y voces que cuentan historias o que, en sus lamentos, revelan que fueron parte de ellas.

¿Leyendas? Hay quienes creen en ellas y las transforman en parte de sus temores llegando a condicionar su vida, convirtiéndose así, también, en víctimas de la oscuridad.

Otros en cambio se burlan, mientras el viento sólo pide respeto…


V. LA LEYENDA.


Aquella noche un viento frío cruzó el bosque cercano a nuestra aldea. Nubes negras envolvieron la luna, y tan sólo se logró adivinar su halo mortecino.

Algunos de nuestros ancianos advirtieron del mal augurio, y los más jóvenes, envalentonados por nuestra fuerza, nos retamos para acudir a aquel lugar, mientras los demás se encerraban en sus casas.

Según íbamos acercándonos, pudimos comprobar cómo los árboles se agitaban, alertándonos, quizás, para que nos mantuviéramos alejados. Pero ninguno quisimos reconocer nuestra cobardía ante el miedo y continuamos el paso.

Al adentrarnos en el bosque aquel viento extraño pareció aliviar su carga y allí nos quedamos esperando…

Conocíamos la leyenda, la habíamos oído muchas veces en boca de nuestros mayores. Juliette, la bella Juliette, era una doncella que tiempo atrás llegó a esta aldea otorgada en matrimonio. Envuelta en su inocencia no pudo decidir su destino y vendida a aquel hombre, que no tenía en su alma piedad, tuvo que consentir sus malos tratos. Aún así, cada mañana se la oía entonar una vieja canción provenzal alegre, y los que la escuchaban no pudieron olvidar aquella voz suave, llena de ternura.

Pasado el tiempo en el que su marido esperaba que ella le sirviera la descendencia debida, y viendo que Juliette no conseguía concebir un hijo, comenzó a maltratarla más duramente por culpa de su orgullo herido.

Una noche, con el cuerpo completamente magullado intentó huir y corrió a las casas vecinas pidiendo auxilio. Pero nadie se lo otorgó, dándole la espalda. Cuando el marido la encontró, la encerró en su casa y mientras la encadenaba para que no volviera a escapar continuó golpeándola.

La gente del pueblo apenas la volvió a ver, tan sólo unos pocos pudieron hacerlo algunas mañanas en las que conseguía arrastrar aquella cadena tan pesada, que la mantenía prisionera, hasta la puerta, y con la mirada completamente ausente contemplaba el bosque.

Nadie la ayudó.

Juliette comenzó a vivir como un animal apaleado una y otra vez, y los golpes recibidos se fueron transformando en un odio que perturbó su inocencia.

Una noche de viento los aldeanos oyeron unos gritos horribles y algunos al asomarse a sus ventanas la vieron adentrándose en el bosque, arrastrando algo mientras tarareaba aquella canción. Pero ninguno salió a comprobar que era lo que había sucedido.

Pasaron días sin que se supiera nada de la pareja, hasta que un vecino curioso se acercó a la casa. Golpeo varias veces la puerta, y sin obtener respuesta decidió entrar; al hacerlo se encontró el cuerpo del marido sin cabeza.

El odio te hace ser más fuerte y aquella noche mientras su marido le pegaba, Juliette condenó su alma y utilizando su cadena le estrangulo fuertemente hasta decapitarle.

Durante semanas la buscaron en el bosque, pero nadie la encontró. Algunos creyeron que había abandonado aquellas tierras, pero lo cierto es que cada vez que se extinguía completamente una generación y se daba comienzo a otra, tras noches como aquella, aparecía en la aldea algún vecino muerto sin cabeza. Juliette regresaba con el viento para revivir de nuevo aquella noche en la que intentando liberarse se convirtió en presa eterna de una oscuridad fría que clamaba venganza por el auxilio negado.

Tan sólo un día antes habíamos enterrado al más anciano, al único que nos contó que siendo niño la vio regresar del bosque. Pero ninguno le creímos, y allí estábamos nosotros para demostrar que no era cierto.

Comenzaron a pasar las horas mientras nos reíamos y nos imaginábamos cómo podía ser Juliette, cuando alguien dijo que conocía la canción que ella cantaba y al tiempo de empezar los primeros versos los demás pudimos oír como una voz hermosa cantaba con él, mientras un sonido extraño se acercaba a nosotros.

De pronto, entre la oscuridad, la vimos, joven y hermosa, dirigiéndose a nosotros arrastrando con su cadena varias calaveras que a su paso se golpeaban entre sí.

Comenzamos a correr aterrados por aquella visión mientras seguíamos oyendo su canto, persiguiéndonos.

Sentí un gran alivio al llegar a la aldea y comprobar que el viento había cesado, pero cuando me quise dar cuenta y mire hacia atrás uno de nosotros ya no nos acompañaba, aquel que cantaba.

Ahora yo soy el último de mi generación, el último que puede contar que vio y escuchó a Juliette...




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jueves, 3 de marzo de 2011

DIEZ CUENTOS NEGROS. IV. MUERTE Y CARNAVAL.




La venganza siempre se fragua en la oscuridad, y contra ella sólo queda esperar a que, de nuevo, el amanecer nos traiga la luz, aunque a veces sea demasiado tarde y el daño ya se haya infligido.

La muerte no esconde sus dientes ante el desagravio, y sabe esperar paciente el momento de soltar su carcajada ante las almas que la provocaron.

IV. MUERTE Y CARNAVAL.


De nuevo los páganos se dispusieron a celebrar el Carnaval. Aquel, había sido un duro invierno, pero a pesar de ello todos quisieron participar de la algarabía que festejara su fin.

Ocultaron sus cuerpos con disfraces y sus rostros con máscaras en un intento por acariciar el olvido de sus desgracias. Hasta las calles se engalanaron de colorido fingiendo esplendor, tratando de encubrir su propio declive.

Lentamente llegó la noche dando paso al gran desfile. Las casas y palacios abrieron sus puertas, pavoneándose, para dar la bienvenida a los bailes y comparsas.

Invadiendo las plazas y vías, muchos detrás de la mascarada encubrieron su identidad, y en la confusión algunos traspasaron los límites entre el bien y el mal, entre la pureza y la decadencia reinante, haciendo gala de un espectáculo colmado de esperpento.

En las sombras de esa frontera la muerte les acechó con su venganza, pues mientras la oscuridad reinase aquel día no tendría que ocultar su rostro y castigaría las burlas grotescas que de ella se habían hecho durante años en esa fiesta.

Y en su conspiración... el reclamo para un ejército de almas en pena que anunciaría su paso.

Los más ebrios alabaron sus disfraces y bailaron alrededor de las ánimas sin darse cuenta del engaño, y entre alabanzas, la muerte, con su hoz invisible, empezó a mezclarse entre la gente mientras reía.

Esta vez simplemente caminaría, y danzaría entre los vivos sin importarle su linaje, pues ni los nobles escaparían de su castigo.

Los más osados, aquellos que simularon su rostro, al verla, contemplaron la pesadilla de su propia muerte y aterrorizados por la visión se escondieron en sus casas. Pasado el Carnaval fallecieron de forma extraña.

Pero los que se atrevieron a tocarla y a bailar con ella, aquellos, al enfrentarse con la nada que maquillaba el rostro de la muerte, perdieron su alma pasando a formar parte de su compaña.

Así transcurrió aquella noche de carnaval en la que se envolvió la muerte en su sátira, hasta que llegado el alba se escondió de nuevo en las sombras sin darse por satisfecha del todo en su venganza.



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