
Antes de que aquellos últimos instantes por esas tierras fueran tan sólo un recuerdo y que el aroma único de aquel lugar, mezcla de flores y especias, se desvaneciera, quiso la luna tentar de nuevo su sino como en aquellas primeras ocasiones.
Implorando la complicidad de las estrellas amigas que compartían también parte de su oscuridad, se deslizó buscando el lugar perfecto para escapar de su luz. Y cerca del rio descendió a través de su propio reflejo, ocultando su blanca desnudez entre los arbustos de la ribera.
Sin pretender ofender a los dioses dormidos caminó sintiendo como el terreno bajo sus pies le hacía percibir la vida tal y como la soñaba.
Quiso respirar cada segundo de aquella noche y en el intento un perfume dulce despertó aún más sus sentidos, una fragancia que la embriagó y que la condujo suavemente hasta una pequeña casa a orillas de aquel rio.
Era una casa humilde con un pequeño jardín donde una mujer balanceándose delicadamente, amamantaba a su retoño al tiempo que entonaba casi en susurros una dulce canción que hablaba de una diosa que protegía los sueños.
Contempló con admiración el color canela de su piel curtida por el sol y su pelo negro cayéndole sobre sus hombros. Y al fijarse en cómo alimentaba a su pequeño supo que aquel olor que le había guiado hasta allí brotaba de aquellos senos morenos apenas cubiertos por su sari.
En el lugar donde la vida había despertado a los dioses con flores de loto y leyendas que regalaba a los hombres la existencia, aquella noche cualquier creencia se hubiera derrumbado contemplando a aquella madre espantando a la muerte que algunos anhelaban más allá del río.
Alimentando con las últimas gotas de aquella esencia pura y sintiendo como el pequeño se quedaba dormido, vio la luna como la mujer se entregaba al silencio y cubriéndose los pechos, con pasos delicados se adentraba en el interior de su casa.
Cuando por fin despertó de aquel momento, supo la dama blanca que había llegado la hora vestirse de nuevo con su luz y despedirse de aquella tierra. Su viaje tenía que continuar cumpliendo así con un destino. Aunque con gusto hubiera portado aquel sari humilde y hubiera acunado a aquella mujer y a su pequeño y se hubiera dejando mecer por la vida de ambos.
Mientras ascendía pidió al cielo conservar aquella noche en el recuerdo y no perder el olor de aquella mujer que más que un jardín portaba la vida más allá de los dioses.
Y así se despidió de la India.
