
Estabas sentada en aquel banco de piedra. Era primavera y una suave brisa acompañaba tu juventud despertando para ese momento una lluvia de pétalos de cerezo que empezó a caer suavemente sobre ti.
El templo a tus espaldas y las plegarias a tus ancestros guardadas en el interior de tu alma.
Contemplé tu mirada entornada en la tristeza que siempre te acompañó, aquella que no pude aliviar, y en tu mano desnuda, la que tantas veces me acarició, la vieja flauta de bambú.
Como en cada uno de mis recuerdos, la acercaste suavemente hasta tus labios. Y en la oscuridad tras tus párpados, comenzó a sonar aquella melodía que llamaba a la luna mientras el atardecer moría en cada una de tus notas.
Quise correr hacia ti, arrodillarme a tus pies descalzos, y apoyar mi mejilla en tus rodillas para aferrarme de nuevo al sonido dulce de nuestras noches.
Pero la pieza en este sueño fue breve y al terminarla mientras se dibujaba una sonrisa en tus labios y tus ojos comenzaban a abrirse de nuevo supe que el viento robaría la mirada anhelada para llevarte con él hasta hacerte desvanecer con esos pétalos.
Todavía guardo esa flauta ahora muda, esa pieza de madera que aún conserva el aroma de tus manos y que solo suena cuando este viejo te encuentra en sus sueños.
Nunca dolió la soledad de estos años porque siempre te encontré en mis plegarías. Aunque a veces me siento en aquel banco y ruego porque llegue la noche que de verdad consigas mirarme para no despertar y poder desvanecerme en el viento a tu lado.
