Aquella noche despertó la luna rodeada de un halo oscuro debido a las nubes y bruma que rasgaban su figura e intentaban contenerla. Lejos de sentirse inquieta supo que el manto que la rodeaba, más negro y sombrío de lo que jamás hubiera estado, otra vez le brindaba una oportunidad. Se cubrió con parte de esa oscuridad como si de una capa se tratara, pidiendole a los lobos que la llamarán fuerte para descender con el sonido de sus aullidos.
Los lobos aquella noche estaban intranquilos y la dama blanca lo percibió al verse de nuevo entre ellos. El bello de su espalda se encontraba erizado y los ojos brillaban como las ascuas de los hogares en los que se encontraba toda la gente atrincherada, protegiendose del crudo frio y de las almas que buscaban compañía.
Quiso correr por los bosques, sentir de nuevo la tierra sobre sus pies, pero su manada le llevo cerca de un pueblo y allí sintió por primera vez lo que olisqueaban los lobos, el miedo, pero no el de ella sino el de los habitantes de aquel lugar.
Oyó el murmullo de oraciones que no entendía y pensó que quizás aquel era otro extraño ritual como aquellos tantos que escapaban a su entendimiento. A lo lejos, entre la neblina, se vislumbraban pequeños farolillos en procesión silenciosa y espectral.
En un momento, las campanadas de la vieja iglesia rompieron un silencio que hasta ahora tan solo había sido matizado por el fuerte viento. Y nuestra dama camino sobre las ondas que podujo su doblar, cubriéndose aún más con su capa, adentrándose por las calles de aquel pueblo. Pegado a la pequeña iglesa, en un cementerio de herrumbrosas y destartaladas rejas, pudo ver a una anciana. Se había abierto paso entre panteones, pétreos ángeles orantes, cruces y lápidas hasta llegar ante la tumba de su hija. Le llevaba flores recién cortadas, y en la fragancia vio aparecer la silueta de una mujer hermosa, volatil, palida, que intentaba separarse de su huesuda acompañante. La Parca no dejaba de mirarla, reflejandose en sus ojos. La joven doncella tan solo quería un instante para poder acariciar y dar consuelo a su madre.
Era la muerte a la que aullaban los lobos. Una muerte que en esa noche se mostraba triunfante concediendo el favor a hombres , mujeres y también niños translucidos por el paso del tiempo, que llenos de tristeza intentaban dirigirse a sus casas, con los pequeños farolillos, para aliviar el alma de los que dejaron con vida, atraídos por el aroma de esas flores que sólo en esa noche podían apreciar y que fueron puestas en su memoria.
Ante esa anciana capaz de enfrentarse a todo, la luna se deshizo de la capa que la envolvía, regalándole su luz. Y así fue como esa madre pudo por fin ver una vez más a su hija. Tan sólo un momento, un infimo instante, pero suficiente para sentir que su pequeña sólo estaba triste por la angustia que no la había dejado desde el día de su marcha por no haber podído despedirse como hubiera deseado...
Aceptando por primera vez su muerte comenzó a sentir la paz que tanto añoraban ambas. Y en el disfrute de esa paz, por fin su hija se desvaneció con una sonrisa dibujada en sus labios.
Dándose cuenta la luna de que sólo quien mirará a través de la luz podría ver a sus seres queridos, fue casa por casa ofreciendo su luz. Pero la gente de ese pueblo tenía miedo a la muerte y los mantos que cubrían a ambas eran similares.
Cuentan que la anciana contó a toda la gente del pueblo que bajo una luz pudo ver a su hija. Y aunque muchos no la creyeron, poco a poco al llegar esa noche muchos empezaron a encender una vela.