Durante muchos años el recuerdo de aquel verano acompañó
algunas de mis noches. En mis sueños, la veía de nuevo a través de aquellas
ventanas que al atardecer siempre dejaba desnudas.
Como si se tratara de un ritual, yo aguardaba impaciente el
momento en el que una vieja melodía ponía
fin al silencio tedioso de aquellas horas interminables y daba comienzo al
mejor momento del día, aquél que invitaba a sentir esa brisa que acompaña los
crespúsculos.
Mientras escuchaba aquella música, escondido tras las
cortinas de mi habitación, esperaba ansioso
verla aparecer con aquel camisón de satén rojo que dibujaba a la perfección su
hermoso contorno.
A veces tenía la suerte de que algún tirante resbalase por su
hombro mostrando parte de aquellos senos tan llenos de vida y los latidos de mi
corazón, inquietos, herían mi pecho, mortificando aquel desvelo.
Y la brisa ondeando suavemente aquella tela…
Y su larga cabellera negra…
¿Quién no hubiera deseado acariciarla?
Me convertía en viento, fundiéndome con él, convirtiéndole en
mi aliado, cuando por fin se acercaba aún más a la ventana y levantaba con sus
manos suaves aquella melena.
Cuántas veces en mi juventud ansié besar aquel cuello, aquel
cuerpo que parecía encerrar un misterio lleno de excitación. Entonces me preguntaba cuándo llegaría por fin
el sosiego, pero cada tarde aquella brisa maldita hacía de nuevo su aparición.
Hasta que un verano ella no regresó.
Me costó muchos años encontrar aquel disco, pero cuando lo
escuché de nuevo tratando de apaciguar mi memoria, tratando de hacerla de nuevo
mía, descubrí que hay misterios que
nunca se pueden descifrar…
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