Agoté pensamientos en la búsqueda de la verdad.
Medité noches confusas, avergonzada en mis sombras, mientras el rubor de mi piel disculpaba mi alma.
Admití el dolor, respirando la oscuridad, desgastando las palabras, envuelta en tu razón.
Y solo cuando alcancé la perfección del silencio fui consciente del engaño.
No, no me alivió el discurso embaucador del tiempo, pues el argumento de mi existencia agonizaba en un ahora o nunca.
No, no encontré el sosiego contemplando cicatrices.
Ahora respiro y soy consciente de que podría haber disfrazado la vida, cubrirla con sedas y terciopelos, adornarla de esperanza para alcanzar el olvido.
Sí, podía haber renacido en la hipocresía, envenenando aún más mi espíritu.
Hoy por fin lo admito…
Perseguí la quimera de la verdad y acabé en un desierto vestida de negro escuchando cada una de sus voces.
Ahora sé dónde se esconden las mentiras.
Una vez escribí sobre un desierto…
“… Algún día te traeré aquí y juntos contemplaremos las noches en las que el viento dibuja olas sobre la arena, brindando un horizonte cubierto de estrellas, mientras la luna en su engaño arrebata el sueño prometiendo otro instante de belleza. Es entonces cuando las dunas adoptan las curvas de una mujer, tumbada, contemplando el cielo…”
Yo también contemplé un firmamento infinito, pero nunca fue mío. Aún así no dejé de soñarlo mientras dibujaba estrellas y mi mano anhelaba acariciar esa luna.
Apartada de los juicios, desamparada, fría, sola, añoré un abrazo en aquella tierra estéril.
Y solo cuando me vacié por completo, encontré el espejismo, el delirio que alguien inventó para mí.
Ahora sé donde se esconden las mentiras y en mi verdad, vestida de blanco, aún herida por haber abandonado aquel desierto, busco mi propio sueño.
¿Quién dijo que todos los cuentos son mentira?
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