Siempre supe que él no era un ser de agua, quizás por el fuego que escondía en la palma de sus manos, o por esa extraña profundidad en su mirada que parecía hacerle inmune a mis lágrimas.
Aún sabiéndolo, en mis sueños, le inventé. Cambié el color de sus ojos por el azul del agua de aquella cascada que una vez dibujé siendo niña. Sus caricias, en mi piel, se tornaron en la suavidad del lago en el que un día pesqué con mi padre en silencio. Y hasta su voz se convirtió en la del agua infinita de aquella fuente de piedra. Nunca escuché un manantial tan hermoso.
Pero de nada sirvieron mis fantasías.
Completamente despierta, un atardecer, por fin le convencí y le llevé a mi playa, pero permaneció alejado de la orilla, mientras yo, descalza, dejaba que las olas jugaran traviesas con mi piel.
Recuerdo que en un momento me giré hacía él y me pareció ver como hacía malabares con esferas de fuego.
Sin duda, no era un ser de agua.
Pero no me rendí, y frente al océano, con los ojos cerrados, formulé un deseo: que por lo menos amase el mar.
Los deseos, a veces, son extraños. El mío se cumplió, pero cuál fue mi sorpresa al abrir los ojos y sentir, como mi cuerpo comenzaba a transformarse. Allí estaba yo, convertida en sirena mientras él me contemplaba primero con asombro, luego con tristeza.
Todos los jueves viene a verme, y aunque todavía no he conseguido que nade conmigo, a veces me sorprende apagando su fuego mientras trata de acariciarme de nuevo.