Todavía hoy, los asesinos se esconden en la oscuridad para arrebatar vidas sin ser descubiertos, escondiéndose en sombras que nos les pertenecen.
En la negrura de su alma, algunos se recrean viendo, una y otra vez, el rostro de sus víctimas suplicando algo de luz, mientras sus manos negras se salpican de sangre.
VIII. EL LIBRO MALDITO
He leído cada una de las frases escritas con sangre de este libro, a pesar del hedor que desprendían sus páginas.
No puedo imaginar qué tipo de ser abominable empuñó tan fríamente la pluma en este diario, ni de cuántas atrocidades fue capaz. Ni siquiera estoy seguro de si las escribió todas, pero creo que sólo una mente perturbada es capaz de cometerlas regodeándose en los detalles.
Sin duda, se trata de un manuscrito maldito, una atrocidad llena de un odio narrado en palabras capaces de describir incluso el sonido de cómo el filo de su cuchillo, tantas veces empleado, rasgaba lentamente la piel al compás de los alaridos de sus víctimas hasta encontrar sus entrañas, buscando, quizás, el silencio sólo interrumpido, instantes después, por el eco de las gotas de sangre cayendo en el tintero de cristal.
Más de veinte de estos frascos acompañaban el libro que él mismo se encargó de hacernos llegar; finos recipientes etiquetados con sus nombres y amordazados con un mechón de sus cabellos, tal vez, para recordarlas.
Qué tipo de escritor macabro es capaz de relatar con tanta perfección la manera en la que cortaba aquellos mechones antes de amortajar a aquellas mujeres, o de escribir oraciones para el perdón de sus almas asesinadas.
Hoy, encontramos los restos de otra, y con el libro entre mis manos afirmo que no soy capaz de encontrar en mí ningún tipo de compasión por este asesino.
Martes, 22 de febrero de 1887.
Ayer no pude soportarlo por más tiempo. Rachel Withman entró, como cada lunes, en nuestra tienda pavoneándose. Mientras tomaba nota de su pedido, no dejaba de hablar, interrumpiéndose a sí misma, acompañando sus palabras con esa risa exagerada y burlona.
En un momento, se dirigió a Virginia para preguntarle cómo se encontraba mientras le detallaba, a su parecer, el mal aspecto que presentaba su rostro.
Mi pobre Virginia… Cada día se apaga más su salud y, a pesar de ello, saca fuerzas para acompañarme cada día.
Mi pequeño pajarillo lleno de pureza y dulzura, que tiene que soportar como la Señora Withman y otras mujeres, entran aquí coqueteando, presumiendo, mostrándose altivas.
Hace dos años mi esposa las hubiera silenciado a todas tan sólo con su cara lozana y sus ojos brillantes. Ahora, mi Virginia se apaga lentamente. Veo en su mirada triste y débil la aceptación de su temprana muerte, mientras ellas se burlan.
Ya lo había decidido, una mueca más de dolor en el semblante de mi mujer y ellas pagarían por nuestro sufrimiento, y ayer fue el momento de empezar a castigar sus pecados.
Sin pensarlo, me ofrecí a llevarle el pedido a su casa después de cerrar la tienda, y la Señora Withman aceptó.
Sabía que era viuda y vivía sola, así que supe que iba a ser fácil. Esperé a que anocheciera, y antes de salir, escondí el cuchillo en el bolsillo interior de mi chaqueta con la certeza de que ya nada me detendría.
A esas horas las calles permanecen casi en silencio y no fue difícil pasar inadvertido. Cerca de los suburbios aparqué mi carruaje, y me dirigí a pie hasta su casa. Al llegar, me abrió la puerta ligera de ropa, y supe que no me había equivocado con ella. Mientras la acompañaba a dejar los paquetes en la cocina, insinuándose, me ofreció algo de beber y acepté con sumo gusto.
Tenía un salón acogedor y la chimenea estaba encendida. Sobre una mesa, llamó mi atención un juego de escritorio con una pluma de plata y un tintero de cristal vacío, nunca antes utilizado.
Ella se sentó y me invitó a que tomara asiento a su lado, pero yo permanecí de píe, fingiendo que la escuchaba, mientras contemplaba como sus dedos jugaban al borde de su escote.
No fue, sino cuando se levantó y se dirigió hacia mí, como una serpiente llena de lascivia, cuando me lancé sobre ella, cayendo los dos al suelo. Con mi cuerpo encima del suyo, vislumbré en sus ojos el deseo, y en esa confianza no me supuso ningún esfuerzo taparle la boca con una mano, y con la otra, liberar el cuchillo arrastrándolo hacia su vientre, rasgándolo y adentrándolo en ella, con el pulso completamente firme, hasta que sus ojos apagaron completamente la lujuria que la gobernaba.
Ya de pie, mis ojos se hipnotizaron con el color de su sangre y de su cabello cobrizo. Tenía un hermoso cabello…
Mientras trataba de pensar como me desharía del cuerpo, volvió a llamar mi atención aquel juego de escritorio. Decidí, entonces, darle por fin un uso…”